Érase una tez como de pez, sin el “como”, una tez de pez que los eruditos de las enfermedades raras diagnosticaron como ictiosis de arlequín apenas al nacer, cuanto su inhóspita textura de neonata ensombreció los rostros de los habitantes ocasionales del paritorio en el que boqueó por primera vez aire en lugar de líquido amniótico.
Paula convivía con uno de los peores determinismos visuales porque recaía sobre su fachada exterior, sobre esa epidermis que dificultaba el intercambio con la atmósfera, pero más aún con sus coetáneos. A sus recientes veintidós años había superado, no obstante, la esperanza de vida de la mayoría de los peces.
Tras las tres horas diarias de cuidados paliativos leía, veía series, se anudaba al ocio doméstico y se guarecía del sol enfundada en cualquier variante de lo textil, según estaciones, en el pequeño jardín que escoltaba la casa familiar.
Al perro, a su terrier, lo bautizó como Yukón porque había recorrido el mundo a través de los mapas y le subyugaba lo remoto del norte del (le gustaba nombrarlo con ele) Canadá; tras mamá, o quizá a la par, el animal era quien mejor comprendía sus estados de ánimo, el estadio coyuntural de su piel, según solsticios. Sin embargo, un martes, papá advirtió que traía algo grande, algo irónicamente grande que resultó ser una pecera que pretendía terapéutica en lo emocional.
–Si no te motiva la devuelvo, pero te ayudará a entender que algunos peces están abocados a vivir constreñidos, pero si hay alguien que se ocupa de ellos, también pueden alcanzar una derivada de la felicidad.
Y aunque de entrada Paula se rebeló contra aquel recipiente enorme que venía aliñado con una docena de peces de colores, dos de ellos payasos, acabó por aceptarlo. Fruto de la presencia del acuario en un extremo del salón, ha dejado de mirarse al espejo y sonríe mientras les echa comida a sus prisioneros paradójicos.
Según la luz, a días, a descuidos, se ve reflejada en el cristal de la pecera y no deja de quererse por ello.
Al más glotón lo bautizó como Ellesmere.